Un buen día los noticiarios y periódicos empezaron a hablar de un virus bautizado como Covid-19 que causaba estragos allá, en el lejano Oriente. Pocos días después nos percatamos de que la amenaza iba dejando un reguero de muertes a lo largo y ancho del mundo, provocando oleadas de pánico de país en país y causando, un par de meses después de su irrupción, un shock de escala planetaria.
La alarma se disparó a mediados de enero de 2020 en China si bien, se supo más tarde, hubo voces, acalladas con detenciones arbitrarias, que desde mediados de diciembre clamaron advirtiendo de sus nefastas consecuencias. En la era de la globalización, con millones de personas viajando diariamente de un lugar del globo a su antípoda en cuestión de horas, y dada la capacidad de propagación del virus, lo que ocurrió después era previsible: los países más turísticos, los que mantenían un volumen mayor de intercambios comerciales y culturales se contaminaron inmediatamente y de ahí al resto del globo. Era solo una cuestión de tiempo que el brote de Wuhan se convirtiera en una pandemia mundial.
Siguiendo la estela del virus, las medidas de confinamiento, detención de la producción, prohibición de desplazamientos y finalmente cierre total de fronteras, tomadas por China, se han ido adoptando por buena parte de los gobiernos de la mayoría de países, provocando un frenazo en seco de la economía global y el encierro obligatorio de un tercio de la humanidad.
Con la llegada del virus a Occidente, a los buzones de correo electrónico de la mayoría de investigadores sociales han llegado una avalancha de «call for papers», procedentes revistas científicas y boletines de universidades, federaciones y asociaciones profesionales, nacionales e internacionales, solicitando contribuciones teóricas, desde las ciencias sociales, a la comprensión de las consecuencias políticas, económicas, sociales y culturales de la pandemia del coronavirus. En todos estos e-mails se percibe la perentoria urgencia de dar respuesta a una necesidad humana básica: intentar comprehender lo que ocurre para poder bregar con la incertidumbre, ansiedad y miedo que provoca en los seres humanos lo desconocido.
Aunque ahora se han dado de bruces con una realidad económica catastrófica de la que probablemente costará años recobrarse, al principio, las autoridades gubernamentales no se cansaban de repetir, quizás con el único fin de tranquilizarnos, que se trataba de una cuestión meramente temporal, un paréntesis tras el cual todo seguiría como hasta ahora. Controlada la epidemia sobrevendría una recuperación en uve de la economía: tras sufrir algunos de los mayores batacazos bursátiles de la historia reciente, los empleos se recobrarán, los viajes se reanudarán y la vida continuará más o menos igual, algo que nadie cree, realmente. En las ciencias humanas y desde todas las perspectivas teóricas y políticas se ha llegado a una conclusión unánime al respecto: cambie en el sentido que cambie, el mundo no volverá a ser el mismo. En esto, y solo en esto, hay un consenso general.
Cuando despertemos de esta inesperada pesadilla el mundo que conocíamos, ya no va estar ahí, como el dinosaurio de Monterroso, sino que habrá mutado de alguna forma. ¿Cuáles serán esas transformaciones? ¿Cambiará a mejor o a peor? Nadie lo sabe con certeza. Lo que sí podemos conocer son las variables que van a entrar en juego, determinando de algún modo los principales efectos de esta crisis.
En el orden temporal deberíamos analizar primero los cambios durante el periodo más virulento de la pandemia, si bien esta irá afectando en momentos distintos a cada región del globo, conforme sean alcanzadas por las diferentes oleadas de este tsunami sanitario; el segundo periodo está aún por llegar, cuando la epidemia remita dejando tras de sí la desolación del dolor, de la muerte y un mundo transformado. En estos marcos temporales habrá que estudiar la crisis desde cuatro puntos de vista, el nacional e internacional, por un lado, y el individual y colectivo por otro.
En el interior de la crisis
Occidente estaba acostumbrado a ver epidemias como el SAS, la gripe A o el ébola, como mero espectador, sin apenas formar parte en la lucha contra ellas, que se dejaba en manos de organismos internacionales, ONGs y los gobiernos de los países (pobres) a los que azotaban. Solamente el VIH movió a los gobiernos occidentales, luchando contra el virus hasta reducirlo a enfermedad crónica y alejando sus efectos al llamado tercer mundo, donde se ha convertido en azote endémico y permanente.
Sin embargo, el coronavirus, si no por su letalidad, mucho menor que otras epidemias como el cólera, la malaria o el dengue, incluso que la gripe común estacional, sí por su incontrolable velocidad de contagio que ha ido desbordando uno tras otro los sistemas sanitarios de los países más y mejor preparados sanitariamente, el impacto de la pandemia del coronavirus ha afectado mucho más profundamente que cualesquiera pasadas crisis sanitarias sufridas en los últimos años. Quizás porque el coronavirus se ha comportado democráticamente, se podría decir, saltando por encima de cualquier dicotomía, ricos-pobres, norte-sur, capitalistas-comunistas, etc., y de toda distinción de raza, clase social o religión.
El hecho de cada ciudadano se haya convertido en posible portador de un arma biológica de destrucción masiva está obligando a los gobiernos de todo el planeta, incluso a los más escépticos y reticentes, en cascada ininterrumpida, a confinar a toda, o la mayor parte de la población en sus hogares, sin poder abandonarlos salvo casos de necesidad u obligación. Parece que ningún ser humano va a poder quedarse al margen, a todos va afectar de un modo u otro. Esta pandemia planetaria nos está haciendo saber a las bravas que no solo el individuo es frágil y puede perecer en el próximo instante, sino que la propia humanidad podría extinguirse en un abrir y cerrar de ojos. ¿Será suficiente para despertar una conciencia de unidad de la especie o seguirá imperando la guerra de todos contra todos y el sálvese quien pueda?
Por un lado, esa toma de conciencia se profundizará en la medida en que la pandemia se extienda a lo largo y ancho del globo, por otro, la tentación nacionalista se ha enseñoreado de las relaciones internacionales, como muestra la guerra comercial desatada en la adquisición de material sanitario. Los gestos de solidaridad internacional se mezclan estos días con repugnantes muestras de egoísmo xenófobo. Supuestos países enemigos se vuelcan con la ayuda a otros, presuntos amigos se lavan las manos y niegan cualquier compromiso o lo que es peor, vuelven la espalda a la realidad exponiendo a su población y la de sus vecinos a un serio peligro.
Durante el periodo de reclusión y la emergencia sanitaria, a nivel social, teniendo en cuenta las peculiaridades de cada país, se han visto increíbles gestos de solidaridad entre los vecinos, combinado con dosis de desconfianza ante la sospecha de contaminación. La ayuda mutua se ha extendido, especialmente en los barrios con rentas medias y bajas. Curiosamente, en las zonas más privilegiadas de las ciudades se ha producido un ensimismamiento de la población con más recursos, quizás explicable por la frustración de estar sometido al mismo confinamiento que los demás sin que importe su nivel de ingresos o clase social y la impotencia de verse igualados a todos los demás, pese a su dinero y poder. El virus se ha convertido en un gran igualador de individuos, países, regiones y continentes, y, lógicamente, en los países y sectores sociales donde el individualismo posesivo está más arraigado, el desconcierto y la estupefacción están siendo considerablemente mayores. El sálvese quien pueda hobbesiano, individual o nacional, forma parte del ADN del anarco liberalismo profesado por los poderosos del mundo y sus acólitos; el sentimiento comunitario arraiga, tanto en individuos como en países, que saben que como colectivo pueden y son todo y que sin los demás quedarían en la intemperie social o internacional.
En definitiva, el cambio radical de imaginarios, que Castoriadis estimaba, vendría impulsado por una suerte de vanguardia social, lo va ha promover un virus microscópico, y traerá consigo un cambio de imaginarios individuales, sociales y globales. Dependerá de las distintas posiciones de partida, individualista o comunitaria, que los nuevos imaginarios instituyentes se decanten hacia uno u otro lado.
Lo que queda por venir
Debemos ser conscientes de algo que se está pasando por alto o, al menos, no se habla de ello. La pandemia se ha cebado hasta ahora con el hemisferio norte, el hemisferio rico y desarrollado, porque el virus parece que se debilita o desaparece en latitudes cálidas manteniendo al margen al tercer mundo, de momento. Pero el hemisferio sur ha entrado ya en el otoño y en dos meses en el invierno austral, por lo que la emergencia irá desplazando su virulencia a los países del sur, países sin un sistema sanitario mínimamente preparado para semejante catástrofe. Si los sistemas sanitarios de los países más desarrollados del planeta se han visto absolutamente sobrepasados por la velocidad de propagación del virus, imaginemos lo que puede ocurrir en el África Subsahariana, América Latina, el Sudeste Asiático o India. De hecho, ya se han podido ver las primeras imágenes desoladoras de morgues totalmente superadas, cadáveres a las puertas de las casas sin que nadie se haga cargo de ellos y enfrentamientos regionales latentes que resurgen para evitar la «migración del miedo» huyendo de la enfermedad.
El reto es formidable. Si el norte rico no se vuelca con el sur pobre, la situación podría volverse incontrolable y los avances que se consigan en el norte de nada servirían si en el sur la situación se descontrola, algo que parece probable. Cuando las cosas se calmen más o menos en los países ricos, los gobiernos de todo el mundo, si de verdad quieren proteger a sus ciudadanos, tendrán que volcarse con los países pobres para evitar un rebrote mundial de la pandemia.
En ese sentido, mientras que el siglo XX se caracterizó por el patronazgo de EE.UU. como gran benefactor de amigos y aliados, ahora China cuenta con dos ventajas estratégicas: fue el primer país en vencer, aparentemente, al virus y eso la ha convertido en el modelo a seguir; además, su enorme capacidad de producción le otorgan la ventaja de poder proveer a otros del material sanitario imprescindible para enfrentar la enfermedad, lo cual hará que gane más influencia en el mundo, acrecentada por una más que posible reacción autárquica de la administración de Trump (America first, uno de sus más repetidos mantras) que en la práctica tendería un puente de plata para que el tigre asiático logre la hegemonía mundial. Este será posiblemente uno de los cambios más significativos de los que vamos a presenciar.
Saliendo de la crisis
En estos momentos, cuando algunos países van viendo la luz al final del túnel, se empiezan a percibir las enormes y nefastas consecuencias materiales que acarrea esta catástrofe sanitaria. La primera ola del tsunami sanitario, los contagios, las muertes y las curaciones, trae tras de sí otra ola de destrucción de empresas, empleos, caída del PIB mundial y pobreza. Incluso las zonas donde no se ha sufrido de forma tan virulenta como en China, Corea, Italia, España o Estados Unidos, se verán afectados por las condiciones finales del mercado global. Por lo tanto, el sálvese quien pueda, no va a servir en esta ocasión. Si la tentación autárquica de algunos se consolida y generaliza, podemos augurar un futuro de tensiones, enfrentamientos comerciales y, puede, que al final el mundo se viera avocado a una «bellum omnia omnes«, guerra de todos contra todos, característica pre social del Estado de Naturaleza supuesto y descrito por Hobbes en Leviathan. Los primeros signos están ahí: aparte del personal sanitario que, en España, por ejemplo, ha demostrado estar formado por auténticos profesionales que aman su trabajo, no héroes como el lenguaje bélico que se ha impuesto entre las autoridades los califica, los militares y fuerzas de seguridad de los Estados han pasado a primera fila con los estados de alarma o excepción que se han decretado por doquier para hacer frente a la emergencia sanitaria. Los poderes excepcionales que tales estados otorgan a los gobiernos podrían generar tentaciones autoritarias y de perpetuación en el poder que sería necesario conjurar con la profundización de los valores de una democracia radical.
Si nuestros gobernantes, no solo en España o Europa, fueran capaces de entender las nuevas dimensiones y consecuencias de los desafíos sanitarios y de todo tipo que la globalización plantea, no a un país en concreto, sino a la humanidad como especie, entonces podría por fin emerger un imaginario planetario cuya piedra angular sería una solidaridad global, una conciencia común que entienda, de una vez por todas, que todos formamos parte de la misma unidad, algo mucho mayor que un individuo, un Estado o, incluso, una civilización. Si algo nos está enseñando el Covid19 es que el mal de uno es, objetivamente, el de todos, no como retórica, sino como realidad biológica innegable.
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